Una mañana cualquiera, en una playa tranquila de la costa, con el sonido suave de las olas, el sol cálido y la brisa fresca, todo invitaba al descanso. Yo estaba allí, en una tumbona, disfrutando con mi familia. Cerca de nosotros, otra familia también pasaba la mañana.

Todo parecía normal... hasta que los pequeños detalles comenzaron a hablar.

Una mujer, tumbada en su hamaca, comenzó a quejarse.

—Ay, qué sed tengo… Antonio, de verdad, cómo se te puede olvidar el agua… No hay ni un sitio cerca, ni chiringuito, ni nada… Y el niño sin beber, ¡qué barbaridad!

El tono aumentaba, y la queja se repetía. Yo observaba en silencio. Antonio, su pareja, estaba al lado, con una gorra cubriéndole la cara, inmóvil. No decía nada. Solo respiraba y estaba allí, en paz.

Pero tras más de una hora de comentarios y suspiros, Antonio se levantó sin una sola mala palabra, sin mostrar enojo. Con una calma y una elegancia admirables, se puso la camiseta, las chanclas y se fue caminando por la orilla, en busca de algo para calmar la sed de su familia.

Al cabo de unos 25 minutos, regresó. Traía dos botellas de agua y algo más para picar. Le sirvió un vaso a la mujer, que lo recibió agradecida, como si fuera el agua más fresca del mundo. Luego fue a darle agua al niño, que le respondió:

—No papi, yo no quiero. Tengo mi zumo aquí escondido.

Ahí todo cambió. La escena se volvió casi cómica. Tenían comida, el niño tenía bebida, y aun así la queja había estado presente desde el principio. El hombre se volvió a tumbar, puso su gorra en la cara… y en cuestión de segundos, roncaba de nuevo.

Y cuando parecía que todo estaba en paz, no pasaron ni seis minutos cuando la mujer volvió a decir:

—Ay, madre mía… qué sed tenía, ¡la Virgen bendita!

Y fue ahí donde comprendí algo grande, algo que te quiero compartir hoy:

Estamos programados para quejarnos. Y a veces, lo hacemos como campeones.

Nos quejamos sin mirar alrededor. Nos quejamos incluso cuando ya tenemos lo que necesitamos. Nos quejamos porque es más fácil que agradecer, más automático que respirar profundo y mirar dentro.

¿Te has dado cuenta de cuántas veces al día te quejas sin darte cuenta?
¿Y si hoy decides romper ese patrón?
¿Y si eliges, en lugar de quejarte, mirar con gratitud lo que ya tienes?
¿Y si, como Antonio, eliges la paz en lugar de reaccionar?

Esta historia es un espejo. No es sobre ellos. Es sobre todos nosotros.

La pregunta es: ¿qué eliges tú la próxima vez que tengas sed… de algo más?